viernes, 4 de febrero de 2011

BLASA NO COMPRA LA CASA POR 700 EUROS

«Así tengo un techo asegurado y no quiero más problemas, ya tuve muchos»

"Si compro, cuando me muera, o quizás antes, igual sus hermanos echan a mi hijo a la calle, y yo no quiero verle en la calle» "El Estado, que es el dueño de la casa, me la reformó para quitar las humedades»


¿Quién puede tener motivos de peso para no aceptar comprar la casa en la que vive por 700 euros? Pues alguien a quien la vida no se lo ha puesto fácil. Alguien para quien un alquiler de renta social, blindado y asignado a su existencia le da, acaso por primera vez en mucho tiempo, una cierta seguridad, un techo para los pertinaces días de borrasca que han encapotado el cielo de sus 84 años.
Se lo contamos el sábado. El patronato franquista -en su génesis, se entiende- que construyó, alquiló y posteriormente vendió las 998 viviendas de la ahora conocida como Barriada de la Inmaculada liquidaba sus cuentas y entregaba el remanente a la beneficencia. Pero no todo. No todo porque, explicaron fuentes de la Subdelegación, administración heredera del ente en cuestión, existe un vecino que no quiso ejercer su legítimo derecho de compra y prefirió seguir pagando puntualmente su alquiler, que asciende a 2,41 euros mensuales.
Hasta ahí, nada diferente a lo que sucede con tantísimos casos aún existentes de renta antigua. La gran -enorme- diferencia con otras situaciones similares es que a esta persona se le ofreció adquirir la propiedad por el mismo precio por el que la compraron la mayoría de sus vecinos, que en los años 70 se acogieron a esa posibilidad por una media de 130.000 pesetas, que hoy son menos de 800 euros. ¿Por qué? Lo mejor, que lo cuente ella.
Ella es Blasa Barbero y sería difícil comprender su decisión sin atender a su periplo vital. «Vine a Burgos siendo una cría desde Pedrosa de Río Franco. A mi padre no le conocí porque se murió cuando yo tenía un año y aunque a mi madre sí la he conocido morir, de aquello hace ya más años que la tarara», comienza.
Ni las venerables arrugas de su rostro ni los achaques inherentes a una edad respetable suavizada en el claro azul de sus ojos ocultan que Blasa tuvo que lucir una belleza notable. A la primera emparentó bien. O eso creía. «Me casé con un hombre con mucho dinero con el que tuve mis dos primeros hijos, pero se fue y el dinero se fue con él. Lo que nos tocaba se lo pusieron a mi hijo mayor, pero a cuidado hasta que fuera mayor de edad... Al final no vi nada».
Lo siguiente fue un albañil. Más humilde, pero al parecer más hombre que el de los posibles porque al menos no salió corriendo. De él le quedó la pensión, de 500 euros mensuales, cuatro hijos más y la casa en la que vive.
Conoció estrecheces, pero supo afinar el instinto de supervivencia. Y aún lo muestra. «Trabajaba por ocho pesetas al mes en casas de médicos y de buenas familias que vivían en el Espolón, pero, al final de mes, tanto entraba, tanto salía. Se lo mandaba todo a mi madre al pueblo». Después «los chicos empezaron a trabajar en la fábrica cuando cumplieron 14 años» y la cosa se estabilizó un poco.

El barrio

Además, había logrado acceder a una vivienda en aquel barrio parido como Patronato de Viviendas Sociales Francisco Franco. Las 1.000 viviendas para la prensa de la época, la barriada de la Inmaculada para el callejero. Le pusieron un alquiler de 400 pesetas al mes que lleva pagando religiosamente más de 30 años. Y así sigue...
Blasa ha pasado dos veces por el mayor traumatismo de alma al que se puede enfrentar una madre. Vio morir a dos de sus hijos, uno muy querido. «La chica se me fue en Navidades hace tres años y lo sentí muchísimo porque me ayudaba y me quería». Otro sigue compartiendo casa con ella y ha tenido una vida un tanto problemática que no viene a cuento airear. La cuestión es que ése alquiler es para ella un seguro, pero no de vida.
«No se llevan muy bien entre ellos y si compro la casa sé que cuando me muera, o igual antes, a éste -señala la habitación del hijo, hoy ausente, que convive con ella- igual le echan a la calle, y yo no quiero verle en la calle. Además, como me dice el de la Caja, ‘Blasa, mientras pagues no te pueden echar, así que tú quieta ahí’. Así tengo un techo y no quiero más problemas; ya tuve muchos».
Hoy, y a través de las ventanas de una casa que el Estado, como propietario, reformó recientemente para eliminar unas humedades que se clavaban como cuchillos en sus huesos con reúma, mira el barrio al que llegó cuatro décadas atrás «cuando aquí no había nada». El mismo barrio en el que siente el abrigo de un vecindario que «se volcó conmigo cuando se fue mi niña». La misma casa en la que ha estado dos meses postrada en una cama por aquello de que «cada vez que me ve la médica me saca algo nuevo». Un cuerpo frágil, sí, pero una mente lúcida forjada en el yunque de su alma de superviviente.
Si usted fue uno de los lectores que, tras conocer el caso, se preguntó cómo es posible que alguien renuncie a comprar una casa por algo más de 700 euros, quizás ahora entienda algo mejor, o algo más, a Blasa. Y a sus razones, que son de peso.
Fuente: Diario de Burgos