Sin crecimiento no hay vida
España puede ser el ejemplo más representativo, y quizás acabe siendo
uno de los más dramáticos, de los efectos generados por las erróneas e
indiscriminadas políticas impuestas por las autoridades comunitarias en
la gestión de la crisis económica y financiera que sufre la eurozona.
Entre otras consecuencias no menos inquietantes, el ajuste
presupuestario que acaba de acordarse para aplicar en el actual
ejercicio fiscal contribuirá de forma significativa a deprimir aun más
el crecimiento de la economía española. Y por ello, tampoco posibilitará
el alcance del objetivo de déficit público asumido. Al término de este
año, la frustración de los agentes económicos puede ser una de las
consecuencias más explicitas, y no precisamente la menos dañina a medio
plazo. En ausencia de cambios en la orientación dominante de las
políticas en la eurozona, nuestra economía será una de las que siga
sufriendo en mayor medida ese escrutinio de unos mercados financieros en
el que de forma cada día más evidente está primando la erosión de la
confianza, no solo en la capacidad para alcanzar esos objetivos de
déficit público sino, los más relevantes en el caso español, de
saneamiento financiero del sector privado.
A diferencia de otras economías, el problema fundamental de la
española se localiza en las abultadas deudas de las empresas, familias
y, en definitiva, en el sector bancario, que mayoritariamente las
alberga en sus activos. En los casi cinco años transcurridos desde el
inicio de la crisis financiera en EE UU y su rápida extensión a Europa,
las empresas y familias españolas apenas han reducido la magnitud de
esos pasivos. De las dos vías fundamentales de aligeramiento de la
deuda, las ventas de activos han sido relativamente reducidas, y la
atención directa al servicio de la deuda está limitada por unas rentas
decrecientes, constreñidas por el desplome de la demanda interna y el
más reciente de las posibilidades de ventas al exterior. Ese
insuficiente saneamiento financiero del sector privado se refleja ya en
los balances bancarios.
En la economía española, no en menor medida que en el promedio de las
de la eurozona, la banca tiene un protagonismo dominante en la
canalización de los activos y pasivos financieros del resto de los
agentes económicos. Desde luego de las familias y empresas, pero también
de las administraciones públicas, como se observa en la proporción
creciente que la deuda pública ha pasado a representar en los activos
bancarios. Las posibilidades de neutralizar el deterioro en la calidad
de esos activos dependen de la solvencia de sus prestatarios. Y la de
todos ellos se ve cada día más dañada por la ausencia de crecimiento
económico y una tasa de paro cada día más inquietante, no solo por su
magnitud, sino por el creciente componente estructural de la misma. Y,
sin crecimiento económico, no se pagan las deudas. Se pueden entregar
activos a cambio, como los inmobiliarios de que se están nutriendo los
balances bancarios, pero el valor de estos, con una economía en
pronunciada recesión, no evolucionará de forma favorable. Tampoco la
solvencia y la liquidez de las empresas bancarias, hoy constituidas en
el principal de nuestros problemas.
En el particular castigo que a lo largo de las últimas dos semanas
han sufrido las cotizaciones de los bonos públicos y de las acciones
españolas, la inquietud por la solvencia del conjunto del sistema
bancario español ha jugado un papel determinante. Constituye la más
elocuente ilustración, aunque en modo alguno la única, de esa
metamorfosis de la deuda privada en pública que pueden anticipar los
inversores en bonos. A la alimentación de ese bucle diabólico entre la
salud bancaria y la de las finanzas públicas se añade el deterioro de
los ingresos públicos derivados del desplome de todas las formas de
demanda, propio de una economía en recesión. Una recesión a la que
contribuye de forma significativa la concentración en muy poco tiempo de
extraordinarios recortes del gasto público.
El fin de ese círculo perverso no se consigue por el aumento de la
confianza de los inversores, como presumían ingenuamente los defensores
de la “austeridad expansiva”. La evidencia ya es suficiente, dentro y
fuera de España: la austeridad mal entendida y mal dosificada no aumenta
la inversión. Observamos justo lo contrario: un creciente escepticismo
por sus efectos depresores sobre la actividad y la huida de flujos de
capital a destinos inversores donde se garantice un mayor equilibrio
entre estimulo económico y saneamiento financiero. Es decir, donde la
aplicación de las políticas económicas distinga prudentemente entre lo
urgente y lo importante. Y lo urgente es eludir una prolongada recesión.
Ese ha sido el objetivo prioritario en la gestión de la economía
estadounidense, a pesar de unas finanzas públicas no más saneadas que
las europeas. Por eso, a pesar de la desaceleración global, aquella
economía crecerá este año moderadamente, aunque no menos del 2%, y su
tasa de paro ha descendido hasta poco más del 8%. En la eurozona, por el
contrario, la recesión es un hecho, la tasa de paro y la mortalidad
empresarial no han dejado de ascender. Este contraste empírico, en mucha
mayor medida que el empeño en aplicar esa pedagogía de “la letra con
sangre entra”, debería contribuir a cambiar "la austeridad recesiva" por
una combinación de estímulos al crecimiento y saneamiento financiero
publico plurianual que, además de convencer a los mercados financieros,
dañara menos las posibilidades de crecimiento potencial y bienestar en
la región. También contribuiría desde luego a garantizar la viabilidad
de las instituciones comunitarias, empezando por la propia moneda única,
hoy amenazada.
Fuente: Diario El País