De profesión, testigo, de Javier Gómez de Liaño en El Mundo
El autor profundiza en el hecho del falso testimonio, tan extendido que hay quien se ofrece a participar en juicios
Un amable lector me envía un correo electrónico en el que pregunta si existen estadísticas acerca del número de falsos testimonios que, a título de ejemplo, durante un año, se cometen en el mundo. Sin repreguntarle por la razón de tan peculiar y ambiciosa curiosidad, aunque supongo que el motivo será de actualidad, lo primero que he de responderle es que estoy muy lejos de poder satisfacer su interés, pues los datos de los que dispongo son más bien escasos. No obstante, le ofrezco cuanto tengo a mi alcance.
Vaya por delante que siempre pensé que la esencia de la Justicia es la verdad. Esto es algo que se aprende fácilmente. Con leer a los clásicos es suficiente. «La verdad puede enfermar pero no morir del todo», escribe Cervantes en Los Trabajos de Persiles y Sigismunda, a lo que yo, a infinitas leguas de distancia del genio, añadiría que tan sólo quien vive en la verdad merece alcanzar la beneficiosa Justicia.
Pese a lo dicho, creo que la opinión de no pocos profesionales de la Administración de Justicia es que la cifra de falsos testimonios supera en mucho la impresión que la gente tiene y que los «perjurios» que terminan siendo castigados son sólo una fracción de los realmente cometidos. La razón es que, aparte de que la mayoría de ellos no puede demostrarse fehacientemente, cuando la falsedad se descubre, normalmente no se emprenden acciones penales. Como botón de muestra, un juez de larga experiencia me expresa su pesimismo al sostener que «en el 80% de los procedimientos penales los testimonios que se vierten son falsos», aunque matiza que su parecer no está debidamente probado.
Fuera de nuestras fronteras, dos colegas americanos a quienes he trasladado la consulta de mi comunicante me dicen que según cálculos a pie de estrado, el número anual de perjurios en los tribunales de Nueva York ronda los 35.000. E incluso añaden que ellos creen que la cifra es mayor. Y de vuelta a España, otro magistrado recientemente jubilado y tan bueno y experto como el primeramente citado, afirma estar convencido de que tanto en las causas penales como en las civiles, la cantidad de falsos testimonios es extraordinariamente elevada y que el temor a una condena por semejante comportamiento falsario apenas disuade.
A propósito de este último comentario, me ha llamado la atención que, salvo el error o la omisión en que pudiera haber incurrido, tras analizar la última década de sentencias con pronunciamientos de condena por delito de falso testimonio, tan sólo he encontrado una docena, con lo cual, la pregunta podría ser tan elemental como inmediata: ¿qué pasa, que en España apenas nadie falta a la verdad? Parece evidente que no, pero más cierto es que abundan los que aún no comprenden el tremendo peligro que las falsas declaraciones, sean conscientemente falsas, sean hechas de buena fe, pero equivocadas, encierran para la justicia penal. Ambas conductas son uno de los porqués más importantes de los errores judiciales.
Entre las resoluciones que para su ilustración y como documentos adjuntos voy a enviar al interesado investigador, figura una que, a mi juicio, resume certeramente la esencia del delito de falso testimonio tipificado en el artículo 458 del Código Penal y que castiga con las penas de prisión de seis meses a dos años y multa de tres a seis meses al testigo que faltare a la verdad en su testimonio en causa judicial, imponiendo penas más graves si el falso testimonio se diera en contra del reo en causa criminal por delito. Se trata de la sentencia número 318/2006, de 6 de marzo, dictada por nuestro Tribunal Supremo. En ella, después de definir el delito como aquél que «se comete cuando una persona llamada a prestarlo (…) se aparta sustancialmente de la verdad tal como ésta se le representa, es decir, miente en lo que sabe y se le pregunta» y analizar los diferentes elementos que constituyen la infracción, nos enseña: a) que «decir la verdad es un deber moral sin cuyo cumplimiento la vida social, basada en la confianza mutua, se hace harto difícil»; b) que «la reacción penal frente a la mentira (…) es indispensable para una sana y pacífica convivencia»; c) que «un testimonio falso puede inducir a error al juez o tribunal ante el que se presta y provocar una resolución injusta, esto es, un pronunciamiento en que no se realice el valor superior de la Justicia»; y d) que «esta es la razón fundamental por la que, en una sociedad democrática, el falso testimonio es tipificado como delito en la Ley penal».
Además de la posición doctrinal de los tribunales y aunque el gran Jeremías Bentham dijera aquello de que los testigos son el oído y el ojo de la Justicia, desde antaño la ciencia criminalística y la psicología criminal hablan de la poca confianza que merecen las declaraciones de los testigos. «Todos sabemos que la prueba testimonial es la más falaz de todas las pruebas», escribió Francesco Carnelutti, uno de los maestros de la ciencia procesal italiana, hasta el punto de llegar a considerarla como un mal necesario, con lo cual resulta indiscutible que esa diligencia de prueba o medio de prueba ha de ser examinada con espíritu mucho más crítico que el resto y que hasta los menores y más intimos detalles han de ser meticulosamente analizados.
Entre los tipos de testigos que se mencionan en los manuales que tratan de la prueba en materia penal, a mí el que más me inquieta es el «testigo sospechoso», pues es quien ofrece mayores motivos para el recelo. El interés que tiene en el desenlace del proceso le aparta sin remisión del camino de la verdad. O la enemistad, que quizá sea la causa de sospecha con superior fundamento. Téngase en cuenta que bajo el yugo de la pasión que no otra cosa es el deseo de venganza, las manifestaciones del enemigo, sea de la clase que sea, se anteponen al deber, incluso a la santidad del juramento, en el supuesto de aquel que, en lugar de prometer, ha preferido esa fórmula de compromiso.
Estas reflexiones y otras que, por cuestión de espacio, aquí no caben, me recuerdan algunos episodios, como el que vivió un fiscal allá por los años 40 y que me contó siendo yo alevín de licenciado en derecho:
–Diga usted su nombre, apellidos, domicilio, estado civil y profesión, inquirió el juez.
–Me llamo Ramón Seoane, natural y vecino de Bande, casado, padre de cinco hijos y de profesión testigo.
Al parecer, el tal Ramón, los días de juicios, después de sus primeras copas de aguardiente, se ponía a la puerta del juzgado y esperaba a que algún denunciante o denunciado, demandante o demandado le pidiese que le echase una mano porque el asunto estaba complicado y podía perder el pleito.
Ahora bien, para historieta la que Camilo José Cela narra y que tiene como protagonista a una mujer de su villa natal, o sea, Padrón, que ejercía de testigo falso. Su nombre era Micaela Albite Portociños, alias Anduriña Tola, viuda de don Perpetuo Restande, alias Cagón do Demo, del comercio al detall. De ella, de Micaela, nuestro Nobel cuenta que se instalaba a eso de las nueve en el zaguán del juzgado, sacaba su calceta y esperaba a que alguien requiriera sus servicios y que podían ser varios. Desde la inscripción de un recién nacido en el registro civil hasta convencer al señor juez de que quien empezó la gresca en la romería y sacó la navaja cabritera fue fulano o mengano, aunque ella no podría jurarlo, si bien le parecía que sí, pero que no obstante la memoria le fallaba para ese preciso instante. Así de esta forma se pasaba toda la mañana hasta que daba la una y media y se iba a comer. «A tanto el testimonio, y aquí paz y después gloria», decía. Esto no lo cuenta mi admirado y tan a menudo añorado Cela, pero tras las indagaciones oportunas, me informan que la testigo Micaela falleció a los 96 años y que en su lápida, por debajo del nombre y de la fecha del óbito, algún paisano añadió: «Murió después de cumplir con su deber durante 15 trienios».
Es más que probable que en personajes como estos se inspiren muchos de los testigos que hoy son llamados a decir verdad. Son individuos que declaran no lo que saben y deben decir, sino lo que, previamente adiestrados, se proponen beneficiar o perjudicar al acusado. Se me ocurre si acaso más que personas cuyos testimonios merecen ser puestos en cuarentena, son gente que no quiere abdicar de su natural desprecio por la Justicia y la verdad.
Un viejo aforismo reza que la mentira es menos notoria que el error. Sin embargo, en ocasiones y al revés de lo que alecciona Raimundo Lulio, los embustes del testigo falso se descubren antes que los yerros. Hay testigos que mienten apenas abren la boca o después de los primeros balbuceos. Verbigracia, cuando niegan tener interés en el asunto. Y los hay que persisten en la falsedad hasta el instante último en que el juez les invita a retirarse. Son sujetos que cada vez que contestan a sus señorías convierten sus deposiciones en eso, en deposiciones. Parafraseando el proverbio ruso, son peces muertos que flotan en el mar de la mentira.
Perjuro, o sea, el que jura en falso o quebranta maliciosamente el juramento que ha hecho, es un adjetivo demasiado potente e incluso ofensivo, pero quizá también sea el que mejor pudiera cuadrar a quien jura mucho o por vicio. En cualquier caso, el perjuro debe saber que la verdad tiene mucha memoria y cuando menos te lo esperas ejerce súbita venganza. No se olvide que el pueblo, o sea, los ciudadanos con derecho a voto, que suele ser sagaz en la adivinación de la verdad, llama mentirosos a los volatineros de la palabra que osan no decir verdad.
En su comedia El laberinto del amor, Cervantes –otra vez Cervantes y siempre Cervantes– se puede leer: «Porque sabed, Rosamira, que los filos de la verdad cortan con facilidad las armas de la mentira». Pues eso, señora.
Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia.
Fuente: Caffe Reggio