Burgos como síntoma
Más que
un conflicto urbanístico, en Gamonal se dirimía una cuestión de justicia en una
sociedad recalentada
El mismo día en que los diarios de ámbito nacional reproducían unas
insólitas imágenes de las calles de Burgos tras la batalla campal que vecinos
del barrio de Gamonal habían protagonizado las dos noches anteriores, la
revista The Economist situaba a España entre los países con más
probabilidades de sufrir un estallido social en 2014. Una semana después, el
estallido de Burgos encierra algo más que una mera protesta vecinal y lo
ocurrido los últimos días, con manifestaciones e incidentes en 24 ciudades de
España, no hace sino corroborar que, como en los bosques secos en un verano
caluroso, es mucha la capacidad de ignición que acumula el cuerpo social.
Lo ocurrido en Burgos suscita, por lo menos, dos
importantes cuestiones, una de fondo, sobre los mecanismos de decisión de las
políticas públicas, y otra de forma, sobre cómo la ciudadanía puede defenderse
y eventualmente imponer sus propias prioridades. Cuando el viernes, después de
haber decidido suspender temporalmente el proyecto, el alcalde rectificó por
segunda vez y decidió aparcarlo definitivamente, se hizo evidente algo muy
inquietante: el mismo poder que se muestra arrogantemente ciego y sordo a las
voces y los gritos de la ciudadanía cuando esta discurre por vías pacíficas,
puede recular y cede en cuanto empiezan a arder contenedores.
La mecha es lo de menos. Lo que cuenta es si hay
masa calórica, porque si la hay, arderá, como se vio en el conflicto por la
urbanización de la plaza Taksim en Estambul, que derivó en manifestaciones
contra Erdogan en todo el país; o en los incidentes que encendieron las banlieu
de París, en 2005, o en los tumultos que jóvenes enfurecidos prendieron en el
barrio de Tottenham en 2011 y rápidamente se extendieron al centro de Londres.
Pero vayamos a la cuestión de fondo. ¿Tanto
destrozo, tanta indignación, por un proyecto urbanístico que en teoría
beneficiaba al barrio? Con la remodelación de la avenida, los vecinos tendrían
un bonito bulevar, con su arboleda y su carril bici, y un gran parking
que resolvería el eterno problema de aparcamiento. En realidad, no era eso lo
que se dirimía. Lo que subyacía como causa del malestar era una cuestión de
justicia. De la justicia entendida como “la primera virtud de las instituciones
sociales”, en definición de Rawls, la condición sin la cual no pueden darse las
demás. El insoportable desorden que supone que los niños del barrio puedan
quedarse sin guardería municipal por falta de 13.000 euros, y se gasten en
cambio 13 millones en un proyecto ornamental que nadie considera una prioridad.
La nueva avenida podía embellecer el barrio, pero difícilmente cambiaría el
horizonte vital de los jóvenes que no tienen trabajo ni perspectivas de
tenerlo.
Y sobre esa injusticia de fondo, el atropello, la
humillación de ver cómo ese proyecto se presenta como una decisión de interés
público, una concesión al bien común, cuando en realidad es una operación al
servicio de intereses particulares que incluye la privatización de una parte
del espacio público. Los vecinos podrían aparcar más fácilmente, sí, pero
pagando allí donde ahora aparcaban mal pero gratis. El nuevo proyecto convertía
el problema de aparcamiento de los vecinos en un lucrativo negocio. El
principal beneficiario no era el barrio, sino quienes iban a ejecutarlo.
La tramitación había puesto además en evidencia las
trampas del modelo de seudo participación ciudadana que rige en muchas
ciudades. El plan había sido aprobado en un amañado consejo del barrio pero eso
no impidió que saltaran los adoquines en cuanto llegaron las máquinas. A esas
alturas, todos tenían claro quién había detrás: el entorno de un constructor
condenado por corrupción, que encarna la cultura del pelotazo y que, al modo
berlusconiano, no solo controla el poder político local sino también el
mediático. Y ahí entra la segunda parte de la cuestión, la formal: cómo un
conflicto puntual trasciende el ámbito local y se convierte en objeto de
atención incluso de la prensa internacional. Los vecinos se habían manifestado
antes pacíficamente, sin resultado. Pero en cuanto la mecha prendió el primer
contenedor, se activó también el mecanismo que en la sociedad mediática permite
alcanzar el umbral de visibilidad necesario para convertirse en noticia. Cuando
eso ocurre, el seguimiento informativo es al conflicto lo que el calor y el
viento a un incendio forestal.
El secretario de Estado y otros dirigentes del PP
se han apresurado a culpar del conflicto a “infiltrados” y “grupos violentos
itinerantes”. Está claro que la Ley de Seguridad Ciudadana del PP está pensada
como cortafuego de la conflictividad social que se vislumbra. Pero más que
preparar fuerzas antidisturbios y un arsenal de multas con los que amedrentar a
los ciudadanos, los poderes públicos deberían preguntarse por qué hay tanto
malestar. Lo ocurrido en Burgos, lamentablemente, también encierra otra
lección: si hacer una huelga general no es capaz de parar una reforma laboral;
si paralizar la enseñanza durante semanas, como ocurrió en Baleares, no frena
un proyecto que se considera lesivo; si sacar a cientos de miles de personas a
la calle no sirve para paralizar una privatización hospitalaria, ¿qué recursos
les quedan a los ciudadanos para hacerse escuchar por un Gobierno que entiende
la mayoría absoluta como una carta blanca para ejercer un poder absoluto?
Cuidado con la frustración que generan tantas protestas sin respuesta, porque
la capacidad de ignición social no deja de crecer.
Fuente: El País