Te llamo mañana
Alfonso Alonso, en un tono desabrido, casi amargo, defendió el jueves alborotadamente en el Congreso la "honestidad y limpieza" del PP, y para demostrarlo trató de convencer a todo el mundo de que el ex tesorero de su partido era un delincuente mayor, un tipo del que no creerse nada. No pudo escucharlo el inventor del Twister, el juego de las posturas imposibles, fallecido días antes en Minneapolis. Alonso, un tipo elegante que camina por el Congreso como si en lugar de ir al baño estuviese buscando una sastrería, con esa educación magnificada que ciertos alaveses tienen al acecho acaso como argumento último del fuero, perdió los estribos. Días después otro hombre ajeno al exabrupto, Esteban González Pons, utilizó a Miguel Ángel Blanco para bajarlo como un telón sobre Bárcenas; ya sólo estéticamente la presencia de los dos nombres juntos en la misma frase provocaba un rechazo natural. Como si ETA, además de llenar cementerios de forma miserable durante cuatro décadas, ejerciese ahora de comodín contra la corrupción a la manera de El Cid, ganando batallas después de muerta.
Lógico que estos dos políticos descarrilaran y extraño que no lo hagan otros. El PP necesita, en terminología futbolística, once rajoys; señores en camas hiperbáricas en las que oxigenarse mientras el mundo les contempla atónitos. Once rajoys que, como Bogart y Bergman, se enamoren ajenos al mundo que se derrumba alrededor y vivan recordando el París que fue. Esa remontada que el presidente del Gobierno está haciendo con la realidad, tratando de que ésta orbite alrededor de él y no al contrario, es tan obcecada que uno tiene la sensación de que hasta el propio Rajoy confesando sobresueldos sería ajeno a un Rajoy superior, que lo observaría con desdén antes de apagarle el puro en la cabeza y seguir despachando asuntos que le interesan a la gente, no de donde saca el dinero su partido.
Te llamo mañana, le escribió a Bárcenas, y no le llamó. Como sabe cualquiera, nunca llaman mañana, porque si llaman, no avisan; te llamo mañana es te llamo un día de éstos, si me cuadra, y espero no volver a cruzarme contigo en la vida. Rajoy es un hombre tranquilo cuyas relaciones ha roto siempre de la misma manera, con el silencio penetrándolo todo hasta convertirlo en océanos de tiempo. Es por eso que su percepción sobre Bárcenas está asentada en un tiempo lejano a pesar de que en su móvil se certifiquen mensajes este mismo año reclamándole una suerte de resistencia heroica, como si Bárcenas fuese el Madrid del No Pasarán y Rajoy su Pasionaria. El presidente sabía hasta donde estaba metido en el Gurtel y sabía, sobre todo, que el hombre escondía una millonada de procedencia exótica ajena a la Hacienda española; el tesorero del partido del Gobierno, estafando al Gobierno. Sólo ese escándalo habría merecido largas explicaciones, sentidos mea culpa y la dimisión de algún subsecretario, por no cargar mucho las tintas en quien lo nombró. Lo que vino después, y la manta raída de la que está tirando Bárcenas con soltura, más que comparecencias en el Congreso exige un calendario de procesiones litúrgicas.
Cualquiera que escuche a alguien en Génova estos días pensará que Bárcenas tomó el PP al asalto a mediados de los ochenta y mantuvo a todo el mundo como rehén tres décadas hasta que por fin la justicia, con la que colaboran activamente, pudo liberarles de su yugo criminal. Pero a Bárcenas lo nombró tesorero Rajoy y con él mantuvo una relación de amistad que queda atestiguada en ese cumpleaños íntimo de Ana Mato en 2009 en el que hasta los del servicio habían visto el jaguar. Bárcenas, un hombre grueso de suavísimo guante blanco que ha organizado una fortuna indecente a espaldas de todo el mundo, no es un secuestrador de voluntades sino un despechado. Argumento éste, el de chantajista dolido, que utilizan los extraños defensores del PP que se reproducen de manera aleatoria sujetos a las más peregrinas excusas; por ejemplo, que no hay que creerse la palabra de un criminal, como si la trama de financiación ilegal la tuviese que denunciar la mujer de Rajoy para que tenga cierta enjundia.
A diferencia de otras profesiones, la de la política exige delitos para dimitir, a ser posible de mucho volumen. Si a usted mañana le echan del trabajo por incompetente o por razonadas sospechas de actitudes impropias puede decirle a su jefe que le enseñe la sentencia del juez que acredite su delincuencia, y que sin sentencia no se marcha. Esto lleva a que en primera línea sigan personas cuyas escuchas fueron anuladas, sus delitos prescritos o las pruebas insuficientes. Quiere decirse que hay muchos no culpables cuyos pecados permanecen en el limbo, una suerte de purgatorio que no les afecta en lo profesional y que en lo social les importa poco. Entre los interesados defensores de los partidos, hoy en Madrid y mañana en Andalucía, siempre aparece un súbito celo judicial que ha llegado al extremo de que si yo digo que soy moreno sólo podré serlo con la aprobación de la Audiencia Nacional. Para algunos incluso no debería ni escribirse de procesos judiciales en marcha, de tal forma que los periódicos tendrían que nutrirse de natalicios y fallecimientos y dejar de malmeter, o sea publicar noticias.
Esto no tiene nada que ver con que Rajoy no sea inocente de cobrar sobresueldos cuando era ministro y que el PP tampoco lo sea de financiarse a cambio de complacer en las adjudicaciones; se demuestra la culpabilidad, no la inocencia. Sí tiene que ver, sin embargo, con que algunos, a la vista de las pruebas, las declaraciones, el despacho propio con coche y sueldo del despido en diferido para amansar a la fiera y el origen tormentoso de las acusaciones, nos permitamos el higiénico derecho de la duda. O, mejor aún, el de la expectación. Incluso, en momentos de flaqueza, el convencimiento moral, por usar la famosa expresión de Rajoy. Ganas no tenemos más que de saber la verdad, una palabra repentinamente asociada a la sospecha.
Fuente: El Mundo
Lógico que estos dos políticos descarrilaran y extraño que no lo hagan otros. El PP necesita, en terminología futbolística, once rajoys; señores en camas hiperbáricas en las que oxigenarse mientras el mundo les contempla atónitos. Once rajoys que, como Bogart y Bergman, se enamoren ajenos al mundo que se derrumba alrededor y vivan recordando el París que fue. Esa remontada que el presidente del Gobierno está haciendo con la realidad, tratando de que ésta orbite alrededor de él y no al contrario, es tan obcecada que uno tiene la sensación de que hasta el propio Rajoy confesando sobresueldos sería ajeno a un Rajoy superior, que lo observaría con desdén antes de apagarle el puro en la cabeza y seguir despachando asuntos que le interesan a la gente, no de donde saca el dinero su partido.
Te llamo mañana, le escribió a Bárcenas, y no le llamó. Como sabe cualquiera, nunca llaman mañana, porque si llaman, no avisan; te llamo mañana es te llamo un día de éstos, si me cuadra, y espero no volver a cruzarme contigo en la vida. Rajoy es un hombre tranquilo cuyas relaciones ha roto siempre de la misma manera, con el silencio penetrándolo todo hasta convertirlo en océanos de tiempo. Es por eso que su percepción sobre Bárcenas está asentada en un tiempo lejano a pesar de que en su móvil se certifiquen mensajes este mismo año reclamándole una suerte de resistencia heroica, como si Bárcenas fuese el Madrid del No Pasarán y Rajoy su Pasionaria. El presidente sabía hasta donde estaba metido en el Gurtel y sabía, sobre todo, que el hombre escondía una millonada de procedencia exótica ajena a la Hacienda española; el tesorero del partido del Gobierno, estafando al Gobierno. Sólo ese escándalo habría merecido largas explicaciones, sentidos mea culpa y la dimisión de algún subsecretario, por no cargar mucho las tintas en quien lo nombró. Lo que vino después, y la manta raída de la que está tirando Bárcenas con soltura, más que comparecencias en el Congreso exige un calendario de procesiones litúrgicas.
Cualquiera que escuche a alguien en Génova estos días pensará que Bárcenas tomó el PP al asalto a mediados de los ochenta y mantuvo a todo el mundo como rehén tres décadas hasta que por fin la justicia, con la que colaboran activamente, pudo liberarles de su yugo criminal. Pero a Bárcenas lo nombró tesorero Rajoy y con él mantuvo una relación de amistad que queda atestiguada en ese cumpleaños íntimo de Ana Mato en 2009 en el que hasta los del servicio habían visto el jaguar. Bárcenas, un hombre grueso de suavísimo guante blanco que ha organizado una fortuna indecente a espaldas de todo el mundo, no es un secuestrador de voluntades sino un despechado. Argumento éste, el de chantajista dolido, que utilizan los extraños defensores del PP que se reproducen de manera aleatoria sujetos a las más peregrinas excusas; por ejemplo, que no hay que creerse la palabra de un criminal, como si la trama de financiación ilegal la tuviese que denunciar la mujer de Rajoy para que tenga cierta enjundia.
A diferencia de otras profesiones, la de la política exige delitos para dimitir, a ser posible de mucho volumen. Si a usted mañana le echan del trabajo por incompetente o por razonadas sospechas de actitudes impropias puede decirle a su jefe que le enseñe la sentencia del juez que acredite su delincuencia, y que sin sentencia no se marcha. Esto lleva a que en primera línea sigan personas cuyas escuchas fueron anuladas, sus delitos prescritos o las pruebas insuficientes. Quiere decirse que hay muchos no culpables cuyos pecados permanecen en el limbo, una suerte de purgatorio que no les afecta en lo profesional y que en lo social les importa poco. Entre los interesados defensores de los partidos, hoy en Madrid y mañana en Andalucía, siempre aparece un súbito celo judicial que ha llegado al extremo de que si yo digo que soy moreno sólo podré serlo con la aprobación de la Audiencia Nacional. Para algunos incluso no debería ni escribirse de procesos judiciales en marcha, de tal forma que los periódicos tendrían que nutrirse de natalicios y fallecimientos y dejar de malmeter, o sea publicar noticias.
Esto no tiene nada que ver con que Rajoy no sea inocente de cobrar sobresueldos cuando era ministro y que el PP tampoco lo sea de financiarse a cambio de complacer en las adjudicaciones; se demuestra la culpabilidad, no la inocencia. Sí tiene que ver, sin embargo, con que algunos, a la vista de las pruebas, las declaraciones, el despacho propio con coche y sueldo del despido en diferido para amansar a la fiera y el origen tormentoso de las acusaciones, nos permitamos el higiénico derecho de la duda. O, mejor aún, el de la expectación. Incluso, en momentos de flaqueza, el convencimiento moral, por usar la famosa expresión de Rajoy. Ganas no tenemos más que de saber la verdad, una palabra repentinamente asociada a la sospecha.
Fuente: El Mundo